La experiencia en el museo tiene en su singularidad un aspecto que lo eleva al rango de lenguaje de pleno derecho. Como se mencionaba en el primer capítulo todos los lenguajes se caracterizan —entre otras cosas— por producir una expresión comunicativa singular y no redundante con lo que otros lenguajes ofrecen.

De los recursos propios del lenguaje museográfico probablemente sea la pieza la que tradicionalmente mejor representa esta vocación de singularidad a través de la historia de los museos: un objeto concreto tiene en su unicidad (sólo existe ese) o en su especial significación (sirve a una narrativa concreta), el motivo del interés que suscita y de la especial experiencia intelectual de la que provee al visitante, a quien el objeto interpela provocando que se plantee preguntas que brotarán de la intensa y apasionante narrativa que subyace tras cada objeto. Pero no solo la pieza garantiza este tipo de vivencias, sino también el trabajo realizado con una adecuada singularidad sobre el resto de recursos del lenguaje museográfico, que están basados en la tangibilidad: el modelo, la experiencia y la metáfora. Tanto es así, que podría probar a definirse el museo por pasiva como un espacio dedicado a proveer a los ciudadanos de una serie de vivencias intelectuales singulares que no pueden conseguirse por otros lenguajes o medios de comunicación, tal y como reza la cita al inicio de este episodio.

Podría compararse el tobogán de un recinto infantil urbano a una de las atracciones más exitosas e innovadoras de un gran parque de atracciones moderno. Cabría preguntarse por qué las personas satisfacen una entrada de precio considerable a un parque de atracciones con el fin de poder subir a una revolucionaria montaña rusa, siendo que disponen de un tobogán gratuito en el parque infantil de su barrio. La respuesta parece obvia y evidente: la experiencia lúdica del tobogán del parque —a pesar de su indudable interés y perfecta compatibilidad con otras experiencias lúdicas— ofrece algo ya consabido e incluso hasta cierto punto prosaico, pero poder probar una soberbia e innovadora montaña rusa provee de una experiencia lúdica singular.

Del mismo modo, la demanda del museo de ciencia de éxito se fundamenta en valores que tienen que ver con el cultivo de lo extraordinario y lo no-prosaico, aunque en este caso desde un punto de vista intelectual y no lúdico. Prácticamente todo el mundo ha podido vivir esa reveladora experiencia intelectual de ver, durante un día de campo, a una hormiga acarreando hasta su hormiguero un gran pedazo de hoja de árbol casi de su mismo tamaño. Pero para ver (y quizá también poder tocar) un meteorito procedente del exterior de la galaxia que quizá lleva viajando miles de años por el espacio, casi siempre será preciso visitar un museo de ciencia: el establecimiento que puede (y debería) ofrecer esa experiencia intelectual singular y relevante, capaz de estimular intelectualmente por sus capacidades de ofrecer algo que no puede encontrarse en otros lugares o que no se puede conseguir por otros medios de comunicación, siempre con el último fin de aspirar a conseguir una repercusión transformadora en el visitante.

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