Desde sus orígenes como gabinetes de curiosidades o cámaras de las maravillas, el uso de elementos reales y tangibles como recurso comunicativo de especial significación, es aquello que con más contundencia ha caracterizado al lenguaje museográfico en ciencia y lo que le ha otorgado una especial capacidad para ofrecer una serie de experiencias intelectuales singulares que no pueden conseguirse por otros medios ni en otros lugares. Una buena exposición se diferencia de los productos de comunicación de otros lenguajes sobre todo en el hecho de que lo que hay en la sala es palpable y tangible: real en el más amplio sentido de la palabra y en el sentido más diverso[1]; por ello el museo presenta objetos y experiencias tangibles que otros lenguajes sólo pueden representar y en ello radica su especial y singular aportación como lenguaje. Ello sin menoscabo de que recursos procedentes de otros lenguajes tales como el video, las fotos o los grafismos, puedan aparecer en la exposición de ciencia como recursos auxiliares o complementarios, aunque idealmente no ostentando excesivo protagonismo, puesto que esos lenguajes (respectivamente el lenguaje audiovisual, el fotográfico o el lenguaje escrito en este ejemplo) tienen sus propios entornos, reglas y recursos, y son a su vez lenguajes por sí mismos, completamente independientes y autónomos. Empleando un anglicismo típico del mundo de la gestión, este activo básico y endémico del lenguaje museográfico relacionado con la tangibilidad supone el verdadero core business del museo —su competencia distintiva—, aquello que hace del museo un establecimiento singular, necesario y no redundante[2].

En la práctica, esa tangibilidad puede plasmarse en el museo de ciencia en base a sus dos ejes fundamentales: el objeto tangible y el fenómeno tangible. En función de si objeto o fenómeno se usan en su versión auténtica o representada (aunque siempre tangible) pueden proponerse los cuatro recursos que podrían considerarse propios (e incluso endémicos) del lenguaje museográfico. Sería posible representar estos recursos en una tabla de doble entrada:

Cuadro recursos lenguaje miseolgráfico

Una propuesta de descripción de los recursos propios del lenguaje museográfico en ciencia.

A proposal to describe the resources of the museographic language in science.

A pesar de que aquí se han descrito los cuatro recursos diferenciados desde un punto de vista teórico, evidentemente en el ámbito de la exposición éstos pueden aparecer combinados en formas más complejas. Por otra parte, una característica fundamental de estos cuatro recursos es que pueden relacionarse con los medios y recursos propios del método científico, de modo que frecuentemente los recursos propios de la práctica científica lo son también de la museología científica y viceversa[3]. A continuación se describen con mayor detalle cada uno de estos recursos del lenguaje museográfico, haciendo hincapié en cada caso en su relación con los recursos propios del método científico.

La pieza: el recurso museográfico tradicional. Los museos de ciencia contemporáneos tienen su referencia en los Gabinetes de Curiosidades del siglo XVI y XVII y en las Cámaras de las maravillas (wunderkammers) que proliferaron en la cortes europeas del Renacimiento y Barroco, espacios que tenían sobre todo la pretensión de sorprender y deleitar y en los que se coleccionaban objetos exóticos o raros mezclando de forma fascinante y deliciosa lo científico con lo insólito, con lo bello, con lo sorprendente, con lo valioso e incluso con lo fantástico[4]. Posteriormente, la necesidad de ordenar y mantener en buen estado todas estas piezas, unida también al problema de los saqueos de los que muchos de aquellos incipientes museos fueron objeto, estimulan en los gobiernos una intención proteccionista que da paso a un modelo museístico marcado por el rigor en la catalogación y la conservación de las piezas, que determina profundamente la museología del siglo XIX. El museo pierde entonces parte de su vocación original relacionada con la fascinación y el deleite, para pasar desempeñar a un papel mucho más científicamente reglado y erudito en el que la colección es mucho más una finalidad en sí misma, un rol que ha permanecido en muchos casos hasta nuestros días y que frecuentemente es el que más directamente se relaciona con la palabra museo[5].

El objeto siempre está en el museo por tener alguna significación especial (justamente lo que le hace digno de ser conservado o exhibido), aunque esa significación cambie en uno u otro supuesto. En los museos clásicos de colección el objeto se conserva y se expone por su significado absoluto, configurando una finalidad. En la museología de ciencia contemporánea, el objeto se conserva y expone debido a que está al servicio de una determinada narrativa que el museo pretende comunicar, por lo que configura un medio —más que una finalidad— para el museo[6]. Esto quiere decir que el significado del museo de ciencia ha ido desarrollándose con los años y ha pasado de ser una casa que alberga una colección, a ser el espacio propio de un lenguaje (el lenguaje museográfico) que tiene en la colección uno de sus más singulares recursos comunicativos. Por este motivo el objeto es el recurso que contribuye especialmente a diferenciar la museología tradicional de ciencia de la museología contemporánea de ciencia, en la que el sentido tradicional cambia: no se trata tanto de ir del objeto al sujeto, sino del sujeto al objeto, de forma que la pieza pasa de finalidad a medio, como anteriormente se ha comentado. En todo caso, una colección formada por objetos auténticos de especial relevancia ofrece al museo su tangibilidad como hecho diferencial. A título de ejemplo cabe citar una breve parte del inventario del Museo de Copenhague en 1696; lo real se mezcla con lo fantástico en pro de una experiencia singular y tangible y, por ende, profundamente museística: un hígado seco, la oreja de un elefante, dos manos de una sirena…

En gran medida, por lo tanto, los visitantes acuden a un museo atraídos por la fascinación de ver y sentir cerca una cosa auténtica que tiene un especial valor por su significación histórica, científica o social, o por articular una narrativa que cuenta un relato; un valor que va mucho más allá de su coste económico, de sus características técnicas o de su potencial cognitivo[7]. Esta especial experiencia que se vive ante los objetos auténticos y que en muchos aspectos podríamos calificar de mágica— es una vivencia intelectual compleja que toma forma en los visitantes en base a una serie de elementos que se interrelacionan de forma sofisticada y que recientemente —desde la Universidad de Leiden— se han identificado con cuatro conceptos: apariencia física, contagio, asociación e ideación. Por una parte cuenta la apariencia física propia y especialmente singular del objeto auténtico. También es fundamental un aspecto que podríamos llamar esencialidad de la pieza en cuestión: el visitante siente que esa pieza auténtica conserva alguna cualidad o esencia contagiada de alguna manera por quien la construyó, la usó o la tocó. Otro factor básico es el sentido narrativo: la pieza auténtica puede asociarse con un relato muy concreto de la que es protagonista[8]. Finalmente, la idealización hace que el visitante sienta especial predilección por la pieza que es auténtica por considerarla intrínsecamente mejor, aunque no pueda aportar motivos racionales.

Visitar una exposición con objetos auténticos es también vivir la emoción intelectual singular que aporta una pieza original y que no se encuentra en —ni puede ser sustituida por— las expresiones que de esas mismas piezas hacen otros lenguajes, tales como el lenguaje fotográfico (una foto), el cinematográfico o el audiovisual (una película o video), o el lenguaje escrito (una descripción narrada), por poner tres ejemplos. Incluso en algunos casos es posible que la aproximación puramente cognitiva a la pieza sea peor en el museo que en una buena foto o una sofisticada web, pero la emoción de sentir próxima la tangibilidad de la pieza real supone una aproximación intelectual distinta e insustituible[9]. En el caso de los zoológicos o acuarios esta relación con lo real y lo tangible llega a un especial extremo, pues la pieza de colección es tan intensamente tangible que incluso está viva, ofreciendo en este caso una dimensión suprema de la tangibilidad que probablemente está en la base del amplio éxito popular de estos establecimientos[10].

Podría decirse que existen dos tipos de objeto museal. Por una parte está el objeto único (típico del museo arte) que ve realzado su interés como producto museográfico por el hecho de ser único e irreplicable —unicidad— como puede ser el Guernika de Picasso. En los museos de ciencia a menudo los objetos no se caracterizan por su unicidad (un huevo de avestruz), pero tienen valor museográfico porque resultan desconocidos o poco accesibles para el visitante, o porque tienen alguna especial relevancia como base para explicar un relato más amplio en la exposición.

Otra característica propia de los museos de ciencia —particularmente de los de tecnología— es que la exhibición de ciertas piezas tecnológicas plantea importantes retos a medida que la técnica avanza y que el aspecto externo de una pieza en cuestión es cada vez menos representativo de lo que es esa pieza o de cómo funciona. Una ballesta —por ejemplo— es un objeto museográficamente completo y suficientemente expresivo, en el sentido de que todas sus partes externas tienen que ver con su funcionamiento y uso y participan plenamente de la narrativa de lo que una ballesta es. Sin embargo una tablet es un objeto museísticamente mucho más inexpresivo, no sólo porque su funcionamiento sea inmensamente más sofisticado que el de una ballesta, sino sobre todo porque la mayor parte de lo que caracteriza a una tablet en realidad se encuentra en su interior, de modo que su aspecto exterior en realidad se corresponde con sólo una ínfima parte de todo el objeto, en particular con una carcasa externa que el dispositivo necesita para poder funcionar. De una forma hasta cierto punto paradójica, podría decirse que la exhibición de una tablet en el ámbito de un museo de tecnología es mucho más parcial y menos expresiva que la de una ballesta[11]. Este concepto puede extenderse a otros tipos de piezas en el ámbito de la exhibición museística de ciencia[12].

Una de las aplicaciones más interesantes del objeto a la museología contemporánea de ciencia probablemente la constituyan las Discovery rooms, concepto que impulsó el National Museum of Natural History del Smithsonian a mediados de los 70 del pasado siglo y que con distintas denominaciones locales se ha generalizado como un recurso museográfico de éxito. La idea fundamental de estas instalaciones es poner al alcance de los grupos de visitantes una serie de objetos o piezas con diferentes tipos de singularidad y significación, de forma que los visitantes pueden cogerlos o utilizarlos. En estos entornos se trabaja así plenamente con los activos de tangibilidad tan propios del lenguaje museográfico, de modo que en la exploración y uso de esos objetos singulares se genera una intensa conversación entre los miembros del grupo visitante.

Ya en relación con el caso de la práctica científica: el objeto real habitualmente supone también un elemento básico —y a la vez un propósito— del método científico. Desde el cráneo de Miguelón al meteorito Willamette, el estudio del objeto auténtico es también uno de los recursos fundamentales para el desarrollo del conocimiento científico.

El modelo: tomando como paradigma típico los célebres dioramas del Natural History Museum de Nueva York, la representación de elementos propios de la realidad a través de ciertos recursos —también tangibles— que los reproducen siempre sin intentar sustituirlos, es otro de los recursos propios del lenguaje museográfico. Aunque los dioramas, las maquetas o los sistemas escenográficos no son la realidad, sí son elementos (que a su vez también son tangibles) representando a esa realidad. En los museos de ciencia contemporáneos las escenografías pueden tener una característica muy especial pues pueden ser inmersivas, es decir, el público puede habitarlas personalmente durante la visita, formando así parte física de ellas y gozando con ello de una experiencia intelectual especialmente envolvente y atractiva, acentuándose así la experiencia de la tangibilidad como eje básico del lenguaje museográfico[13].

Seguramente uno de los usos más antiguos de este recurso se manifestó en los montajes de carácter histórico-natural del Museo de William Bullock en Londres, en el que se presentaron en 1815 un grupo de animales africanos como si estuviesen en su hábitat natural. O el hábitat group que, también sobre animales, Montague Brown instaló en el British Museum en 1877. Ya en el contexto más concreto del arte se puede mencionar el interesante fenómeno de las Period rooms, seguramente la primera de las cuales se vio en el Essex Institute de Salem en 1903 y que estaba compuesta por tres alcobas amuebladas (authentically furnished and arranged) como en la Nueva Inglaterra de 1750-1800[14]. Es frecuente que estas escenografías se combinen en la práctica con piezas reales, de modo que el modelo se convierte en un recurso particularmente susceptible de aparecer mixto en el ámbito de la exposición.

A menudo los modelos forman parte del lenguaje museográfico como una manera de adoptar algunos de los aspectos de las características de una pieza real. Aunque naturalmente se pierdan en estas ocasiones gran parte de los intensos activos intelectuales esencialmente emocionales que producen en los visitantes las piezas auténticas que no son réplicas[15] y que por ello configuran otro tipo de recurso autónomo, el modelo aporta otros activos, tal y como poder aproximarse de algún modo a piezas reales inaccesibles, o bien la posibilidad de tocar o manipular las piezas.

En algunos casos poco afortunados el museo o exposición de que se trate emplea modelos con el fin de ahorrarse el uso y gestión de piezas reales, que siempre es algo más complejo y caro[16]. En estas ocasiones se alegan diferentes motivos para ello. Uno de los más sorprendentes tiene que ver con los niveles de formación de los visitantes en los casos en que estos niveles no son especialmente elevados. Se explica en estos casos —de forma sin duda bienintencionada— que si los visitantes objeto de la exposición carecen de cierto nivel intelectual o de cierta formación, no resulta imprescindible emplear piezas reales ya que éstas ofrecen un rigor supuestamente innecesario, así que finalmente se ofrecen excelentes modelos muy bien imitados (por descontado siempre mencionando que lo son). Efectivamente, es prácticamente seguro que estos públicos con menos recursos de formación no podrían diferenciar el modelo de la pieza real, pero esa carencia es justamente lo que obliga al museo o exposición a hacer el esfuerzo de, particularmente para ese público menos formado, ofrecer la pieza real, a fin de aspirar a un mayor y necesario impacto en estos casos[17].

De todos modos, es preciso constatar que, al hablar aquí de modelos, no sólo se hace referencia a emulaciones o réplicas de piezas auténticas, sino también —o más bien— a modelados tangibles que están especialmente ideados y construidos para mostrar cómo es, cómo funciona o cómo se comporta algo en particular. De hecho, buena parte del trabajo museográfico se basa en el empeño de hacer perceptible lo que para las personas no lo es; ya sea por ser demasiado pequeño (microscópico) o ya sea por ser demasiado grande (macroscópico). A menudo, por tanto, la labor museística en ciencia se centrará en crear modelos tangibles que permitan la traslación de lo microscópico y lo macroscópico a un nuevo plano humanamente perceptible que se ha dado en llamar mesoscópico. Es el caso de los modelos que representan virus reproducidos a gran tamaño con todo lujo de detalles o, en el caso opuesto, telurios que reproducen en pequeño formato el sistema solar[18]. Por último: cabría pensar que acaso la escenografía no sea un recurso particularmente propio del lenguaje museográfico dado que aparece en otros lenguajes tales como el escénico o el cinematográfico. No obstante es preciso recordar que en ambos ejemplos anteriores aparece como un recurso auxiliar —no característico ni nuclear—. Por otra parte, en el cine la escenografía no es tangible y en el teatro la escenografía no es accesible.

También en la práctica científica el uso del modelo es diverso y habitual. Los científicos construyen modelos a escala de muy diversos elementos reales, algo que les permite estudiar sus características y comportamiento con más detalle: desde huesos humanos a partes de aeronaves. Desde otro enfoque, distintos modelos tangibles permiten a los científicos representar con fines de estudio —por ejemplo— la estructura atómica de ciertas moléculas.

La experiencia: gran parte del efecto de la buena museografía de ciencia se verifica en torno a experiencias intelectuales basadas en activos tangibles. Un ejemplo típicamente museístico podría ser la experiencia de observar cómo el diafragma del ojo propio se abre y cierra involuntariamente en función de la luz ambiental, empleando para ello un espejo adecuado en el ámbito de un science center. O también algo tan aparentemente sencillo pero lleno de potencia museográfica y singularidad como es —por ejemplo— mirar un paramecio vivo evolucionando, a través del ocular de un buen microscopio óptico de contraste de fases.

El uso del recurso de la experiencia en el museo de ciencia es un aspecto básico del lenguaje museográfico y además no es en absoluto nuevo. En el siglo XVI existió el Theatrum Mechanorum, un proyecto itinerante que exponía varias máquinas mecánicas innovadoras usables por los visitantes y que circuló por Europa con gran éxito e interés popular hasta bien entrado el siglo XVII[19]. El Laboratorium Mechanicum que Cristopher Polhem puso a punto en Estocolmo en 1697 fue un espacio dedicado al estudio de la mecánica y estaba basado en diversos artefactos manipulativos. En 1794 en París, el Conservatoire National des Arts et Métiers estaba considerado como un museo del saber hacer, en tanto en cuanto ofrecía diversas demostraciones del uso de herramientas y máquinas, con marcada intención educativa. En 1903 abre en Munich el Deutches Museum, que, conviviendo con una amplia colección de aparatos y máquinas que reflejaban los avances tecnológicos desde el siglo anterior, en 1925 incorpora ya diferentes elementos mecánicos que podían ser activados por los visitantes. Por su parte, el proyecto de Jean Perrin para el Palais de la Decouverte en 1937 se fundamentaba en ofrecer una serie de experiencias que permitieran a los visitantes ponerse en la piel de los científicos[20]. El recurso de la experiencia permite al proyecto museístico ofrecer una vivencia intelectual especialmente singular, tangible y fascinante, de profundas raíces estéticas, y que puede fomentar un intenso estímulo e inspiración por la obtención y creación de conocimiento. E incluso que puede aspirar a tener una relevancia trasformadora en la vida del visitante de un museo, en particular si es posible compartirla con los compañeros de visita durante la misma en el marco de una estimulante conversación.

Los museos de empresa (también llamados corporate museums) están dedicados a comunicar los productos, servicios e incluso los valores de una empresa en particular y suponen una forma alternativa de comunicación corporativa. Algunos de estos museos, que con frecuencia basan su éxito en trabajar sobre elementos de intenso valor experiencial, han identificado potentes activos museísticos en los recursos e instalaciones propias de su actividad empresarial, de modo que pueden ofrecer a los visitantes experiencias de gran singularidad e intenso atractivo, tales como ver fabricar una lata a partir de un disco de metal u observar un grupo de abejas elaborando miel. Puede decirse que cierto tipo de procesos de producción propios de la actividad empresarial ofrecen subsidiariamente un gran potencial como elementos museográficos debido a sus intensos activos de singularidad y tangibilidad, algo que estas empresas han sabido ver y capitalizar a su favor, proponiendo además una interesante aportación formativa a los ciudadanos. Llegado este punto vale la pena destacar la diferencia existente entre la experiencia tangible —como un recurso netamente museístico que propone una vivencia intelectual intensa, personal o compartida con los compañeros de visita—, con la unidad didáctica (taller didáctico,) un producto eminentemente escolar que se ha instalado con bastante fuerza en el ámbito del museo en los últimos años y que se abordará en posteriores capítulos.

Resulta muy evidente la gran importancia que la experiencia tiene en la práctica científica, generalmente empleando en este caso el término experimento. Cabe tener especialmente en cuenta que con frecuencia el científico hace un uso doble de los activos de la experiencia: por una parte como recurso básico en el desarrollo y uso del método científico, y por otra —en su vertiente museográfica— como mecanismo para comunicar sus investigaciones a un foro de colegas[21].

En el caso del recurso museístico de la experiencia puede establecerse una interesante relación entre los buenos experimentos científicos y las buenas experiencias museísticas cuyo estudio es del máximo interés y que da idea de cuáles son los motivos por los que el lenguaje museográfico pueda considerarse especialmente adecuado a la divulgación científica. Así, es bastante habitual que se hable en el entorno de la cultura científica de experimentos elegantes o también de experimentos bellos, existiendo incluso libros explícitamente dedicados a hacer selecciones de experimentos históricos especialmente hermosos y relevantes para la ciencia, algo que se suele relacionar con parámetros tales como su elegancia, su importancia histórica o sus activos estéticos. En estos casos se suelen mencionar ensayos tales como la descomposición de la luz a su paso por un prisma (Newton), la balanza de torsión (Cavendish) o la caída de los cuerpos por un plano inclinado (Galileo), experimentos que no sólo son relevantes por su trascendencia científica y por su impecable adecuación al método científico, sino que también tienen una gran vertiente comunicativa e inspiradora y aparecen con frecuencia en los museos de ciencia por sus capacidades museísticas[22].

La relevancia de la experiencia tanto en el método científico como en el lenguaje museográfico probablemente tiene uno de sus mejores ejemplos en la Cámara de Niebla. Este dispositivo fue inventado por C. Thomson Rees Wilson, quien había quedado fascinado por la belleza de las coronas y halos coloreados que solía observar en las cumbres del Ben Nevis. Esta experiencia estética le condujo a tratar de reproducir en el laboratorio lo percibido en las montañas y diseñó en 1911 un dispositivo muy ingenioso capaz de revelar visiblemente trazas de partículas alfa y electrones. El propio Rutherford calificó la Cámara de Niebla como el aparato más maravilloso de la historia de la ciencia y su importancia fue reconocida con dos premios Nobel: uno en 1927 para el propio Wilson y otro Nobel en 1948 para uno de sus seguidores que la perfeccionó. La Cámara de Niebla es también uno de los elementos más habituales en la salas de los museos de ciencia contemporáneos: así, además de un experimento muy relevante para la ciencia, es también un señalado recurso experiencial del lenguaje museográfico.

En el anterior enfoque puede también buscarse una respuesta al hecho de que la Química sea una disciplina en la que se ha profundizado poco en los museos de ciencia y que apunta diversas dificultades para su tratamiento por medio del lenguaje museográfico. En encuestas similares sobre los más relevantes experimentos en la historia de la Química aparecen  frecuentemente algunos en particular, tales como la separación de enantiómeros de tartrato por Pasteur; los trabajos de Lavoisier sobre la oxidación de los metales, la síntesis del colorante malva por W. Perkin o el descubrimiento del Polonio y el Radio por los Curie. Siendo la Química una ciencia que trata con moléculas, la elegancia del trabajo del químico radica preferentemente en la simplificación de procesos de análisis o de síntesis, los cuales tienen poca relación con los criterios de elegancia que sí encajaban con los anteriores experimentos de física; por eso en Química quizá sea más adecuado el concepto de método elegante que de experimento elegante, pues su belleza no puede darse —por la propia naturaleza de la Química— en la experimentación que la desarrolla, pero sí en sus métodos, instrumentos o incluso en sus productos. La Química se produce a nivel molecular, goza de una especie de belleza invisible y tangibiliza sobre todo los métodos; cabe pensar que en ello radican las limitaciones de la Química para ser comunicada por medio del lenguaje museográfico, cuyo potencial radica justamente en la tangibilidad de las manifestaciones estéticas de los fenómenos científicos.

La metáfora: se trata de un recurso fundamental del lenguaje museográfico contemporáneo que consiste en ofrecer una experiencia intelectual singular tangible al visitante —como en el caso de la experiencia anteriormente tratada— aunque esta vez esa experiencia real pretenderá emular o sugerir —siempre tangiblemente— los mecanismos fundamentales que provocan un cierto fenómeno de la realidad, como forma de llegar a una idónea comprensión de ese concepto científico en particular. A este recurso de la metáfora museística responderían muchos de los diversos enfoques artísticos que —cada vez con mayor frecuencia— tiñen las salas de los museos de ciencia desde sus inicios.

La metáfora es seguramente la aportación fundamental de la museología desarrollada a finales de los 90 del pasado siglo en el Exploratorium de S. Francisco. Como ejemplo cabe citar el caso del célebre exhibit Tornado del creador Ned Kahn, en el que a partir de niebla artificial y una serie de ventiladores eléctricos convenientemente dispuestos, obtiene un intensamente atractivo mini-tornado extraordinariamente similar al fenómeno meteorológico real en sus bases conceptuales. Básicamente se trata de una obra de inspiración artística —en cierto sentido podría decirse una especie de obra de poesía visual— que aprovecha ciertas manifestaciones de intenso valor estético propias de determinados fenómenos científicos como canal comunicativo singular para acompañar al visitante a obtener conocimiento o comprensión científica sobre la base de una potente experiencia estética[23]. Este recurso supone elevar la experiencia tangible a su máximo exponente, profundizando en un contacto directo e intenso con el visitante a todos los niveles sensoriales, mentales e incluso físicos. En suma, la metáfora museística es uno de los recursos básicos de la célebre interactividad marcadamente desarrollada en los  museos de ciencia del siglo XX[24].

El carácter mimético de la metáfora museística tiene también una gran relación con la práctica científica, en la que con frecuencia se usan recursos que pretenden aproximarse al conocimiento científico por medio de una emulación fenomenológicamente rigurosa de la realidad, a fin de alcanzar un conocimiento universalmente extrapolable. Probablemente uno de los ejemplos concretos y más interesantes de lo anterior sea el de la llamada Terella, creada por el científico noruego Kristian Birkeland, quien a principios del siglo XX fue capaz de crear bellas auroras boreales perfectamente visibles en los polos de una pequeña esfera magnetizada representando la Tierra. La esfera no es la Tierra, pero el experimento es científicamente concluyente en el sentido de que recrea unas condiciones análogas a las de la Tierra en relación al fenómeno de las auroras boreales: el experimento es, pues, una perfecta metáfora de la realidad. Si como experimento científico fue relevante y bello, como dispositivo museográfico huelga decir que resulta impecable.

Naturalmente, estos cuatro tipos de recursos museográficos (pieza, modelo, experiencia y metáfora) no tienen por qué presentarse en la exposición en un estado puro, pudiendo aflorar en las salas bajo la forma de diferentes recursos mixtos que combinan características de algunos o de todos ellos. De hecho, los cuatro recursos básicos anteriormente mencionados suelen aparecer en los museos exitosos combinados —incluso en una misma unidad museística—, siendo además muy aconsejable que así sea (este es probablemente uno de los denominadores comunes de los proyectos museísticos más relevantes).

En  todo caso, el estudio de estos cuatro recursos fundamentales del lenguaje museográfico conduce a algunas conclusiones:

  • Un aspecto relacionado con el uso de estos cuatro recursos propios del lenguaje museográfico tiene que ver con la importancia de trabajar en el entorno de la exposición no ya sólo esencialmente con ellos, sino también intentando conseguir un adecuado equilibrio en la utilización de todos ellos. Esto es algo en lo que radica gran parte del mérito de obtener una buena y relevante exposición. En ocasiones, algunos proyectos museográficos con problemas pueden deber sus dificultades a haber apostado en exceso por uno solo de los recursos museográficos en particular en detrimento de los restantes. Sería el caso de museos de ciencia que únicamente exhiben objetos, o de otros que solo proponen escenografías, por poner algunos ejemplos[25].
  • En algunos proyectos contemporáneos de comunicación se emplea el término «experiencial» (o quizá más habitualmente experience) como forma de expresar una intención de transmitir algo de una forma especialmente singular por su carácter particularmente vivaz o sensorial, de modo alternativo a aquello que se consigue por medio de otros mecanismos de comunicación. Es habitual que este tipo de intenciones experienciales se describan en el marco de iniciativas de comunicación que pretenden ser vanguardistas o renovadoras[26], aunque en realidad parten de las mismas intenciones y recursos básicos del lenguaje museográfico más tradicional, que basa su especial aportación en los activos de tangibilidad aportados por el objeto y el fenómeno. Básicamente se trata de proyectos de fundamentos intensamente museográficos, aunque a veces se busquen otro tipo de neologismos para describirlos[27].
  • Volviendo sobre un importante aspecto mencionado anteriormente y sobre el que se insistirá a lo largo del texto. En esta clasificación sobre los recursos del lenguaje museográfico podría echarse de menos las técnicas audiovisuales, la fotografía, la infografía digital o el lenguaje escrito (entre otros) como recursos que habitualmente se dan cita en las exposiciones. No obstante, es preciso insistir en un aspecto clave: los recursos anteriormente descritos en la tabla de doble entrada son los propios y endémicos del lenguaje museográfico, aquellos que lo caracterizan como lenguaje de pleno derecho, diferente a los demás, singular y por lo tanto necesario. Debe tenerse en cuenta que las técnicas audiovisuales, la fotografía, las infografías digitales o el lenguaje escrito, son a su vez los productos de otros lenguajes de comunicación que son plenamente autónomos y que tienen sus propios espacios, recursos y características, por lo que su intervención en una exposición que pretenda una cierta relevancia quedará circunscrita a la propia de un estupendo recurso auxiliar —seguramente incluso necesario en algunos casos—, pero en todo caso evitando evitando la confusión que supondría tratar de sustituir cosas tales como un objeto, una experiencia o una metáfora tangible por un video o una producción digital que se pretenden equivalentes[28]. Desde un plano sólo cognitivo a veces se piensa que este tipo de recursos digitales permitirán mejor precio, más fácil mantenimiento técnico y más posibilidades que una experiencia tangible. Esta reflexión resulta muy discutible y normalmente puede ser cuestionada en base a algún sencillo trabajo de evaluación de la experiencia en sala: a pesar de ostentar normalmente un precio inicial mayor, el recurso tangible siempre acaba resultando sin duda el más barato, en tanto en cuanto es mucho más relevante y eficiente en el ámbito del museo (no en vano el museo es el espacio propio de lo tangible). A pesar de ello es frecuente hallar exposiciones que de forma paradójica están prácticamente del todo constituidas por recursos auxiliares. Esto puede deberse a muchos motivos[29], pero en todo caso es algo que puede afectar drásticamente a la razón de ser y a la singularidad de la exposición como producto comunicativo, pues finalmente se acaban generando presuntos productos museográficos que a la hora de la verdad resultan redundantes con lo que ya ofrecen o podrían ofrecer otros lenguajes, y que por ello pierden gran parte de su sentido en el ámbito museístico[30].
  • Llegado este punto podría aceptarse que el lenguaje museográfico —ya plenamente identificado como un lenguaje más de pleno derecho— no sea patrimonio exclusivo de los museos o salas de exposiciones, donde es cierto que tiene sus espacios naturalmente característicos, sino que también pueda propagarse con vida propia a otros espacios u ocasiones que no tengan que ver estrictamente con museos; incluso a espacios que no se tengan a sí mismos por museos o bien que usen el lenguaje museográfico con otros diversos fines[31]. Sería el caso de un zoo, de un acuario o de un mariposario con mariposas vivas. También sería el caso de los llamados campos de aprendizaje, de ciertos recursos de la ciencia ciudadana, o incluso el de algunos centros cívicos. En general, iniciativas —ya sean permanentes o no— en buena medida dedicadas a los escolares aunque abiertas a todos los ciudadanos, que pretenden ofrecer experiencias intelectuales singulares, relacionadas con experiencias tangibles tales como sembrar un huerto, encender una hoguera, dar de comer a una vaca, probar a fabricar sidra, medir la calidad del aire de una zona concreta de la ciudad o encuadernar un libro. En todos estos ejemplos los establecimientos usan buena parte de los recursos que habitualmente emplea el lenguaje museográfico y que están relacionados en el más amplio sentido con la tangibilidad y la experiencia social[32].

En fin: podría llegar a aceptarse que el lenguaje museográfico brotará siempre que se haga uso de sus recursos propios, sea donde sea y con cualquier propósito comunicativo que se determine.

Hace unos años, un policía local dedicaba parte de su tiempo libre a ofrecer de forma altruista conferencias en las escuelas de secundaria sobre la importancia de llevar siempre atado el cinturón de seguridad en los vehículos. Empezaba sus disertaciones pidiendo a los alumnos asistentes que cogieran entre sus manos el volante de un turismo ostensiblemente doblado, pieza que él llevaba siempre consigo a sus charlas. Los alumnos se pasaban de uno a otro la enigmática pieza, comprobando su aspecto y consistencia. Al término del examen del volante por parte de todos los presentes, el conferenciante preguntaba a los chicos y chicas acerca del motivo de la misteriosa deformación del volante que todos habían observado. Finalmente revelaba que aquel objeto procedía de un accidente real de tráfico y que la deformación había sido producida por el violento golpe del pecho del conductor, quien no llevaba atado el cinturón de seguridad. Los alumnos quedaban enormemente impresionados y mental y emocionalmente predispuestos a escuchar sus recomendaciones. Es un excelente ejemplo de un uso magistral de los activos del lenguaje museográfico (propios del objeto tangible en este caso) como forma insustituible y especialmente potente y efectiva de comunicar ciertos conceptos. En otro caso —que vivió de cerca el autor— el empleado de mantenimiento de una piscina, harto de que los usuarios con el cabello largo no observaran la norma obligatoria de usar gorro a fin de evitar que se atascara el filtro, decidió exhibir —justo al lado de la piscina— el filtro real de la piscina totalmente saturado de pelos enredados, con un pequeño rótulo que explicaba lo que era aquella pieza. La visión del filtro no solo impresionó a los usuarios de la piscina, sino que generó una intensa conversación entre ellos. En este caso cabe pensar si existe mejor forma de comunicar la importancia de usar gorro de baño en una piscina que empleando recursos propios del lenguaje museográfico.

  • En ocasiones se ha establecido la diferencia entre museos de ciencia contemporáneos y museos de ciencia clásicos en base a que los primeros no tienen colección y los segundos sí la tienen. Se trata de un aspecto discutible el menos en su sentido estricto: el conjunto de elementos museográficos de los museos contemporáneos (los frecuentemente llamados módulos interactivos) constituyen también y sin duda un tipo de activo patrimonial y puede considerarse que configuran una colección; no ya solo porque sean elementos singulares especialmente desarrollados y construidos con un fin determinado y común, sino también porque algunos de estos elementos ya acumulan más de sesenta años de historia en el mundo de la museología científica.
  • Finalmente: los museos de ciencia de intención transformadora podrían definirse como espacios especialmente creados para promover la cultura científica entre los ciudadanos al más amplio nivel, empleando para ello los singulares recursos del lenguaje museográfico: un empeño que da como resultado exposiciones relevantes que producen transformaciones constatables en los ciudadanos.

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[1] Estas cualidades propias del lenguaje museográfico relacionadas con la tangibilidad hablan también de una intención que está en la identidad más profunda del fenómeno del museo, y que consiste en poner al alcance de muchas personas aquellas realidades que difícilmente podrían estarlo de otro modo (por ejemplo el mencionado mariposario con mariposas vivas en cautividad). Algunas voces críticas apelan a que los museos sólo presentan la realidad de un modo parcial, sesgado e incompleto y mantienen el posicionamiento ideológico de prescindir de los museos para optar por la realidad misma. Estos razonamientos no tienen en cuenta que en gran medida los museos existen precisamente para aproximar ciertas realidades a personas que de otro modo no podrían tener contacto con ellas.

[2] En algunos proyectos museísticos se proclama aspirar a una experiencia de profunda sensorialidad, perceptibilidad o inmersividad y que explote sinergias sensitivas, haciendo referencia a que la exposición como producto del lenguaje museográfico es capaz de producir estímulos a un nivel especialmente sensorial. Este tipo de enfoques en realidad suelen hacer referencia indirecta al activo de la tangibilidad, propio del lenguaje museográfico.

[3] Que existan concomitancias entre los recursos del método científico y los de la museología científica no quiere decir que siempre sean los mismos elementos en uno y otro supuesto, aunque a veces incluso sí que efectivamente puedan llegar a serlo. En todo caso, en museística estos recursos se usan para comunicar; en la ciencia estos recursos se usan como medio para el desarrollo del método científico.

[4] Algunos autores señalan particularmente el Gabinete de Nabucodonosor II (rey de la dinastía caldea de Babilonia que reinó hacia el año 600 a C.). Fue también llamado Gabinete de las maravillas del mundo y se considera el primer museo de la historia, particularmente en el muy notorio aspecto de que lo que allí había recopilado tenía la vocación de ser ofrecido a nivel popular. Posteriormente, otros famosos gabinetes de curiosidades fueron el Museum Calceolarium en Verona, creado por Francesco Calceolari (1521-1600), el Museum Wormianum, de Olaus Worm (1588-1654) en Copenhague, o en Roma el Musaeum Kircherianum de Athanasius Kircher (1602-1680).

[5] En ocasiones quizá no se tiene lo bastante en cuenta que muchas de las piezas clásicas que hoy se visitan en los museos y otros espacios históricos o monumentales en un contexto de estudio erudito y como una finalidad en sí mismos, nacieron en su día como medios de comunicación e inspiración con un fin muy bien determinado y pragmático. Los retablos del siglo XV —por ejemplo— representaban una serie de escenas de la Historia Sagrada que tenían la finalidad de enseñar, impresionar y estimular a unos feligreses sin apenas ninguna referencia gráfica más al respecto, por lo que esos retablos probablemente fueron durante muchos años los únicos modelos y referentes mentales que varias generaciones de personas han tenido acerca de diferentes hechos bíblicos (sin ánimo de caricaturizar podría decirse que esos retablos eran lo más parecido a un powerpoint de la época). En la actualidad estos elementos han perdido gran parte de aquella función comunicativa original pasando a tener un interés erudito, mutando de este modo de medios de comunicación a finalidades en sí mismos.

[6] Esta transformación del objeto de finalidad en sí mismo a medio a disposición de una narrativa, se manifiesta con fuerza en el contexto de las grandes exposiciones universales de finales del XIX y principios del XX, en las que la exposición se emplea entonces como medio de comunicación para explicar un relato: el lenguaje museográfico. Seguramente éste es el aspecto que mejor diferencia la museología tradicional de la museología contemporánea.

[7] Esto explicaría el hecho de que probablemente casi todo el mundo —incluso aquellas personas que no son expertas en arqueología— prefirieran visitar la verdadera cueva de Altamira que la neocueva (reproducción realista de la cueva original) si pudieran elegir. La experiencia museográfica no tiene que ver solo con aspectos cognitivos —la neocueva es idéntica al original— sino con un factor emocional que configura una insustituible parte de la experiencia museográfica como vivencia singular.

[8] Esto tiene la importante consecuencia de que para asegurar una experiencia museográfica profunda y verdaderamente intensa y relevante sobre la base de un objeto auténtico, es preciso poseer un fundamento cognitivo relacionado con el relato asociado a esa pieza en particular. Probablemente aquí radique el motivo de que la exposición de ciertos objetos auténticos —por relevantes que sean— pueda no tener ningún interés para un visitante no experto en la materia de que se trate y que,  por lo tanto, no conoce el relato que hay detrás de ellos. Por este motivo la exposición de objetos auténticos siempre debería asegurarse llevar aparejada también la explicación de ese relato asociado a los objetos (empleando para ello los recursos propios del lenguaje museográfico, evidentemente).

[9] Los partidos de fútbol probablemente se ven con más detalle y de manera más cognitivamente completa en la TV, pero eso no ha evitado la asistencia de los aficionados al campo; más bien la retransmisión de partidos por TV ha tenido el efecto de estimular la asistencia al campo. Y es que ver un partido en el campo de fútbol conlleva aparejados unos potentes activos emocionales y sociales relacionados con la tangibilidad, que no es posible vivir en la técnicamente detallada emisión de TV.

[10] Los acuarios y zoológicos son establecimientos que usan plenamente los recursos del lenguaje museográfico y por lo general consiguen una gran cantidad de visitantes, e incluso de beneficios económicos. Este hecho podría poner en cuestión la extendida tesis que sostiene que los establecimientos museísticos en general son —por su propia naturaleza— poco visitados o deficitarios.

[11] Puede considerarse la posibilidad de exponer abiertas o deconstruidas piezas tales como una tablet. A pesar de que su compleja circuitería electrónica interna tampoco pueda relacionarse fácilmente con su funcionamiento, sí que propone una mayor narrativa que el aspecto externo de la tablet.

[12] La exhibición de la reproducción del esqueleto de un dinosaurio, en cierto modo puede llegar a ser más interesante museográficamente y ofrecer una mayor narrativa que la exhibición de una escultura del aspecto exterior de ese mismo dinosaurio.

[13] En algunas escenografías o modelos de naves espaciales propias de museos dedicados al Espacio, es posible acceder al interior de la instalación e incluso ocupar ciertos sitios propios de los astronautas.

[14] Insistiendo de nuevo en este importante aspecto: en ocasiones se critica sorprendentemente la labor de los museos sobre la base de que éstos intentan replicar una realidad que siempre será mejor en estado puro. Naturalmente los museos desde sus más tempranos orígenes se fundamentan en una intensa vocación democratizadora que les impulsa a poner al alcance de cualquier persona cosas y experiencias que de otro modo no podrían estarlo.

[15] Llegado este punto, es imposible dejar de subrayar aquí la extrema importancia que tiene para el museísta no caer jamás en la tentación de hacer pasar un modelo por una pieza (ni tan solo de forma implícita), perpetrando así la tomadura de pelo museística probablemente más grave que puede verificarse en un museo o sala de exposiciones. Ciertas nuevas tecnologías de creación de modelos (tal y como las impresoras 3D) tienen su cara y su cruz para los museos: por una parte permiten tener al alcance modelos de la realidad de gran valor divulgativo. Por la parte negativa, pueden competir en las salas (aunque sea de forma no explícita) con el gran potencial de la pieza real, otro recurso propio del lenguaje museográfico que podría verse así devaluado en ciertas ocasiones, sobre todo en aquellas en las que los visitantes no tengan una gran formación sobre la materia, y también en aquellos casos en los que ciertas exposiciones que muestran modelos traten de crear una atmósfera deliberadamente ambigua sobre si lo que exponen es o no auténtico. En todo caso, en aquellos casos en que se expongan piezas reales es muy importante que parte del trabajo museográfico se dedique justamente a enseñar a los visitantes a identificar los aspectos concretos que demuestran la autenticidad de un objeto. De este modo el visitante puede disfrutar plena, conscientemente y sin ambigüedades tanto de los activos de la pieza real como de los activos del modelo.

[16] Se insiste en que el papel del modelo como recurso del lenguaje museográfico nunca es sustituir a la pieza real. Y menos pretender constituirse en una versión barata de la pieza real.

[17] Paradójicamente, los modelos podrían usarse de modo más adecuado con públicos muy formados, los cuales tienen más posibilidades de conocer sobradamente los especiales los activos de los equivalentes reales.

[18] Recientemente se potencian en los museos de ciencia modelos de especial capacidad sensorial, que ofrecen complementos hápticos, visuales, acústicos u olfativos, buscando en última instancia acentuar la experiencia tangible aportando aspectos del recurso museográfico de la experiencia. En ocasiones se denominan a este tipo de elementos, estaciones multisensoriales.

[19] Ya entonces el lenguaje museográfico se revelaba como un sistema eficaz para la divulgación de los avances tecnológicos del momento, que en aquella época eran de tipo mecánico.

[20] Entre este tipo de iniciativas pioneras cabe destacar La Casa de Salomón que, a pesar de ser una institución de ficción, en ocasiones es considerada como una de las primeras conceptualizaciones de un museo de ciencia de fuerte contenido experiencial e intención educativa. En la obra de Francis Bacon de 1627 titulada New Atlantis, el autor habla de una tierra mítica llamada Bensalem, donde existe un gran centro de  experimentación científica y de desarrollo del saber en pos de la mejora de la sociedad —La Casa de Salomón— cuya detallada descripción resulta sorprendentemente convergente con lo que podría ser un buen museo de ciencia contemporáneo. Es una característica muy notable y llena de significado que una de las primeras aproximaciones a la idea de un museo de ciencia contemporáneo aparezca en el marco de una utopía literaria llena de sentido visionario.

[21] Por poner un ejemplo concreto: eran célebres las interesantes demostraciones científicas que el físico inglés Francis Hauskbee (1660-1713) hacía al foro de sus compañeros de la Royal Society de Londres.

[22] Javier Peteiro, en su «Estética de la Ciencia» hace un interesantísimo análisis de cuáles son los activos que dotan de un factor de elegancia a un experimento científico, tanto físico como químico: la cuestión investigada es importante; la cuestión investigada se plantea con claridad; el experimento es relativamente sencillo; la respuesta obtenida es verdadera e inequívoca y supone un avance epistémico cualitativo; el resultado no es fruto del azar sino de la creatividad y el experimento es reproducible. Estos activos —que de facto caracterizarían de alguna manera al método científico— gozan precisamente de grandes concomitancias con las que debe ostentar una buena experiencia museográfica en un museo o exposición de ciencia.

[23] No en vano la museología del Exploratorium se desarrolló a partir de las labores de investigación realizadas por equipos de científicos y artistas trabajando conjuntamente.

[24] Frank Oppenheimer, alma mater del Exploratorium, solía subrayar precisamente la importancia del concepto de tangibilidad. Habitualmente recomendaba que los buenos módulos interactivos no contuvieran «cajas negras» que supusieran una discontinuidad desde el punto de vista conceptual, de modo que todas sus partes fueran físicamente bien transparentes y visibles.

[25] Del mismo modo que la metonimia es un importante recurso del lenguaje de la poesía, seguramente resultaría poco fumable un poema formado sólo por metonimias.

[26] A veces también se habla de neuromarketing.

[27] No en vano la palabra museo etimológicamente significa casa de las musas y originalmente describía un espacio en el que supuestamente vivían estas diosas de las artes y las ciencias, capaces de conceder la inspiración a su antojo al visitante. El museo es, por tanto y desde su origen, un espacio singular, inspirador, sensorial, estimulante, apasionante… Y ese significado sigue sirviendo hoy en día a las mil maravillas a lo que muchos museos de ciencia modernísimos pretenden ser. Lamentablemente, la palabra museo parece haber perdido parte de su amplia capacidad descriptiva original para reducirse en muchos casos a describir aquellos espacios museísticos que poseen colecciones propias.

[28] Resulta muy sorprendente que en ocasiones se identifiquen los recursos básicos del lenguaje museográfico basados en la tangibilidad (sobre todo el objeto, la metáfora y la experiencia) con propuestas susceptibles de ser «sustituidas» por presuntas soluciones tecnológicas que se pretenden equivalentes —o incluso que se pretenden de prestaciones superiores—. Así, se produce la paradoja de que se acaban empleando recursos tecnológicos con la sorprendente intención de sustituir justo aquello que los recursos tecnológicos no pueden ofrecer (los visitantes llenan los acuarios contemporáneos –pagando una buena entrada— para ver un tiburón vivo, pero es poco probable que acudieran con la misma intensidad para ver el video —o la infografía— de un tiburón vivo; ello a pesar de que videos o infografías seguramente ofrecerían una imagen cognitivamente más completa de un tiburón vivo).

[29] A veces responde a asegurar la máxima facilidad en las labores de mantenimiento de una exposición itinerante, por ejemplo. El resultado puede acabar siendo un producto museísticamente aséptico y plano que efectivamente no tiene problemas de mantenimiento, pero que tampoco tiene relevancia.

[30] Una de las características propias de una buena exposición es que es muy difícil representarla. Por ejemplo, a la hora de conservar para archivo una buena exposición, es fácil comprobar que rara vez queda perfectamente representada por medio de recursos de conservación tales como un video o un reportaje de fotos; esto precisamente demuestra que la exposición procede de otro lenguaje distinto y necesario. En efecto, si una exposición en particular fuese perfectamente representable por medio de un video o un reportaje de fotos, probablemente es que esa exposición podría haber sido más relevante o singular; o bien que hubiera podido prescindirse de la exposición recurriendo a productos de otros lenguajes, tal y como un video o una web.

[31] O incluso proyectos que ni tan solo tengan consciencia de estar empleando plenamente los recursos del lenguaje museográfico en su actividad.

[32] Incluso en algunos casos se usan recursos del lenguaje museográfico con otras intenciones comunicativas diferentes (y legítimas) a la de divulgar conocimiento con finalidades sociales. El gran showroom de todo tipo de mobiliario tan típico de los establecimientos Ikea, por ejemplo, no deja de ser un ejemplo: la tangibilidad de los diferentes tipos de aposentos reproducidos en el showroom y que pueden ser visitados por los clientes durante el recorrido, no sólo permiten ver los muebles sino probarlos —«interactividad»— e incluso conversar acerca de ellos con los compañeros de visita. De este modo y empleando recursos habituales del lenguaje museográfico, se comunican a la perfección las características de los diferentes muebles, en este caso con el objeto comercial de venderlos.