Una versión reduccionista del potente concepto original de la interactividad museográfica, se plasma en la práctica de diversas (y casi siempre muy caras) maneras. En algunos casos se trata de ubicar en las salas dispositivos electromecánicos complejos que sistematizan un proceso concreto y que parecen proceder de la intención de sustituir una buena demo impartida por un educador de sala profesional, frecuentemente con poco éxito.

En otros casos, esta idea de presunta interactividad se reduce a proponer en las salas otro tipo de sistemas electromecánicos que gestionan procesos preprogramados que el visitante puede disparar sólo con la acción de apretar un botón de puesta en marcha, un gesto que en algunas ocasiones —y muy sorprendentemente— se pretende que tiene alguna relación con la interactividad. Esta práctica es denominada en ocasiones bottom on en irónica analogía con los tres niveles de interactividad anteriormente expuestos (hands on, minds on y heart on).

En otras ocasiones, bajo la interesante y ya generalmente aceptada argumentación de que el museo de ciencia contemporáneo ha de estimular el interés por la ciencia más que trasladar datos científicos, se reduce hasta el mínimo la cantidad de datos que se ofrecen, pero se aumenta hasta el extremo la cantidad de estímulos propuestos. Así se crean salas que, a pesar de haber renunciado expresamente a ofrecer un exceso de información y haber optado por el estímulo intelectual como función principal, pueden llegar a ser excesivamente estimulantes; salas en las que los elementos museográficos compiten entre sí por la esforzada atención de unos visitantes que pueden acabar física y mentalmente confundidos e incluso extenuados[1]. Un museo de ciencia de intención transformadora debe asegurarse de no resultar excesivamente exhaustivo en los contenidos, pero tampoco aturdidor en los estímulos (sobre todo en el caso de los niños) trabajando expresamente por evitar que la visita al museo se convierta en un deambular apresurado por la salas buscando con impaciencia cosas que resulten inmediatamente sorprendentes[2]. En la concepción y desarrollo de la interactividad museográfica, en suma, no han faltado algunas ocasiones en las que el dinamismo se ha confundido con la precipitación, la creatividad con el adanismo, lo seductor con lo entretenido, lo estimulante con lo ensordecedor y las buenas soluciones museográficas de intensa singularidad y calidad, se han confundido a su vez con ocurrencias más o menos ingeniosas de eficacia museística muy discutible y pocas veces evaluada.

Uno de los principales problemas que plantean este tipo de prácticas museográficas presuntamente interactivas es que en ocasiones se han podido confundir con el propio concepto museográfico original de la interactividad. Así, se han llegado a criticar activamente ciertas patologías de la interactividad como si formaran parte integrante del modelo. Es posible encontrar cuestionamientos a la interactividad en el museo de ciencia en el sentido de identificarla con un paradigma conceptualmente rígido, caro y poco eficaz; que se reduce a apretar sin sentido botones en las salas; que no fomenta la participación del visitante —el cual queda relegado a sujeto puramente pasivo—; que sólo supone una forma más de entretenimiento; que no representa el dinamismo, diversidad y complejidad consustancial a la práctica científica real; que ignora las particularidades del método científico en la forma de experimentar o que rara vez evalúa con rigor y sistemáticamente el verdadero impacto social de su pretendida acción divulgativa. Se acusa de este tipo de cosas al paradigma de la museografía interactiva globalmente, aunque estas voces críticas están apelando —quizá sin ser conscientes de forma explícita— a lo que en realidad son malas prácticas muy extendidas e incrustadas de la interactividad museística.

Los museos interactivos del siglo XX también son criticados por otro aspecto que en realidad tampoco forma parte del modelo original. A menudo se dice de ellos que son sobre todo un producto-para-niños, argumento no infundado al menos a juzgar por el perfil de su público que en gran medida está constituido por familias con hijos menores. Este encorsetamiento y limitación de las capacidades del museo interactivo supone todo un problema para estos museos de ciencia, pero no cabría responsabilizar de ello a la interactividad como propuesta museográfica, sino a una de sus más frecuentes malas prácticas. Seguramente la estrategia principal de la interactividad es utilizar ciertos recursos de especial atractivo y seducción como un medio hacia el estímulo por el conocimiento en un entorno compartido. Algunos museos de ciencia, en el marco del reduccionismo conceptual del que a veces se ha hecho gala, han podido confundir medios con fines —probablemente buscando éxito rápido y cuantitativo de público— y se han quedado ofreciendo como un fin lo que solo debería ser un medio, convirtiendo de este modo el museo de ciencia en un establecimiento más dedicado a un cierto tipo de entertainment que los padres pueden reconocer lógicamente como tal.

Cabe también decir que la propia palabra interactividad seguramente resulta cada vez menos descriptiva del gran potencial y alcance de estos potentes recursos museográficos, al menos en la actualidad. Se trata de un término que se usa en muchos otros sectores profesionales con diferentes significados, que ha acabado resultando bastante ambiguo y que se puede prestar con facilidad a interpretaciones confusas.

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[1] El exhaustivismo (o el horror vacui del museísta que trata por todos los medios de llenar todos los espacios de la salas) es uno de los principales riesgos de la museística contemporánea. Es habitual que los visitantes acaben distribuyendo sus cuotas de tiempo y recursos mentales dedicados al museo entre los elementos del mismo, de modo que no por haber muchas más cosas en el museo se conseguirá mucho mayor estímulo, sino que lo más probable es que se obtenga una mayor dispersión y saturación de la atención de los visitantes. No debe olvidarse que la atracción, la invitación a la concentración y al recogimiento que posee un templo —por ejemplo— se basa precisamente en la ausencia de excesivos estímulos estridentes y abrumadores.

[2] En este punto cabe hablar del tema del aforo de un museo. El aforo —desde el punto de vista museístico— de un museo o sala de exposiciones debería tener que ver más con la capacidad de los diferentes elementos museográficos para acoger personas viviendo simultáneamente experiencias museísticas, que con la cantidad de personas que quepan físicamente en la superficie libre del museo.  De hecho, cuando los museos superan este aforo museístico (que puede ser una cifra bastante menor que la del aforo arquitectónico convencional) la experiencia en el museo puede verse muy afectada a peor. Este planteamiento del aforo museístico podría permitir matizar mucho mejor el parámetro «cifra de visitantes», aportando a este empleadísimo indicador un nuevo enfoque más realista, más cualitativo y más museístico.